Convertir la linealidad en una virtud es complicado y por eso hay tantos mundos abiertos
Es menos arriesgado aportar "libertad" que trabajar en la conducción guiada.
Es más sencillo crear un mundo abierto -mediocre- que un juego lineal medianamente competente. Salvo muy contadas excepciones, los mundos abiertos de gran presupuesto en los últimos años se configuran de la misma manera: un gran espacio que poder recorrer con relativa libertad, pero que tan sólo desperdiga puntos de inicio de actividades lineales. La libertad como tal es un simple y vago recurso: un paseo entre una misión lineal y otra. En esa transición entre puntos es donde radica la magia, donde el diseño del escenario toma valor y cuando el jugador, consciente o no de este hecho, abraza a un buen mundo abierto o se pregunta por qué otro no lo es tanto.
Por eso es más “fácil” diseñar un mundo abierto que un juego lineal, al tener que desarrollar actividades -muchas de ellas con una misma estructura que se repite- que desperdigar por un mundo abierto. El ritmo se desestima, se apoya en la supuesta libertad, y es el jugador quien asume la responsabilidad. Cuando el juego es lineal asume un mayor compromiso, el poder recae en sus decisiones narrativas y jugables, el ritmo toma un cariz mucho más relevante y entran en juego otros factores. Si el jugador siente que un mundo abierto se estanca, la historia pierde valor o no percibe un verdadero sentimiento de progresión, se echará la culpa a sí mismo: “debería dejar de hacer misiones secundarias y centrarme más en la historia”. Un jugador jamás puede echarse la culpa a sí mismo -más allá de sus propios gustos personales, por supuesto- si un juego lineal no aporta algo que satisfaga sus necesidades.
La linealidad, además, no va ligada a la ausencia de libertad. Metal Gear Solid 2: Sons of Liberty (Konami, 2001) es un gran ejemplo, con una estructura guionizada en todo momento, con la presencia de un único objetivo claro que completar y sin un escenario amplio que recorrer. Pero sus características y herramientas convierten a la linealidad en virtud: nuestro mejor o peor desempeño genera unas situaciones u otras, la presencia del Códec nos permite ponernos en contacto con diferentes personajes en todo momento -que reaccionan a los distintos espacios, situaciones o acciones realizadas- y, aunque siempre hay un método de ejecución más eficiente (el sigilo), el jugador sabe que puede optar por otras vías. Vivir una aventura lineal no tiene por qué estar ligado a interpretar sin más tu papel en un guion preestablecido, y es donde el ritmo, el argumento, las mecánicas y el resto de características deben brillar para que la experiencia sea satisfactoria.
Pero tampoco debemos sobreestimar a la libertad. Encorsetar las mecánicas y posibilidades del jugador también es una opción válida y, al igual que decidir prescindir de un mundo abierto en favor de un escenario más reducido, hace que sea mucho más difícil de hacer brillar; una decisión mucho más arriesgada. Si tomamos a Sekiro (FromSoftware, 2019) encontramos un buen ejemplo: al contrario que otros juegos del estudio, aquí sólo existe una vía principal de completar su mayor desafío: hay que dominar el uso de la espada y su contraataque si queremos superar a sus jefes. No hay más. Hay herramientas y hay opciones, pero la linealidad es casi total en su planteamiento principal de combate. Es una decisión mucho más arriesgada que la de otorgar diferentes opciones de combate al jugador, porque la única existente debe funcionar como un reloj.
La decisión más sencilla siempre es la de añadir más. Un mundo abierto por encima de un escenario reducido, muchas herramientas en lugar de una única opción. Por eso los mundos abiertos funcionan tradicionalmente mejor en el mercado y su proliferación se apoya en una ejecución más sencilla: sería mucho más fácil que Final Fantasy XVI (Square Enix, 2023) contentara a un mayor número de jugadores aportando un mundo abierto tradicional -y mediocre- que la decisión tomada, con una aventura mucho más lineal, que obliga a sus autores a que las piezas de su engranaje brillen más de forma individual para convencer.
Final Fantasy XVI y Metal Gear Solid 2 también comparten una decisión arriesgada que forma parte de su atrevida linealidad: las escenas cinemáticas ocupan un grueso importante del tamaño total. Esto produce que haya que dominar e introducir un medio ajeno (el cine) en un videojuego, haciendo que siga funcionando o, de lo contrario, el resto de elementos se desestabilizarán en una mesa que se sostiene por unas pocas patas. De nuevo, sería mucho más sencillo incorporar escenas de cine a un videojuego de mundo abierto porque ocupará una menor parte de su conjunto y, si no convence, es más sencillo que el jugador prescinda de ellas. En un juego lineal como los expuestos forman parte de la experiencia troncal, mientras que en un mundo abierto sólo son un elemento más de los muchos que pueden ser prescindibles.
Cuando un estudio aporta “libertad” o aboga por un “mundo abierto”, en realidad está apostando por la vía más sencilla: la de contentar a un espectro mayor de jugadores y al de retirar presión por sus contenidos. Si te enfrentas a un mundo abierto es mucho más sencillo pasar por alto que una de las misiones principales no esté muy inspirada, o que una de sus mecánicas no esté del todo pulida, o que ciertas actividades no te satisfagan… la libertad inherente te permitirá optar por otras opciones. Cuando la obra se encorseta y apuesta por su menor número de características, todas deben brillar para convertir al todo en virtud.
Abracemos a los juegos lineales por ser una muestra de valentía por parte de sus creadores y, en consecuencia y sin desmerecer, a los mundos abiertos que realmente saben aportar algo más y transformar esa libertad en virtud. Ambas son las especies más complicadas de atisbar en el medio, no el resto.