Barbie y su relación con el juguete, la clave de una película delirantemente seria
Por David Oña.
Texto escrito por David Oña, el buen amigo que también nos acompañó en el primer episodio de Ruido.
El juego no es algo que nadie deba tomarse muy en serio; eso es lo que parecía insinuar el subtítulo de la película del 93 de Super Mario Bros. con su “esto no es un juego”. Un mensaje con un significado implícito que situaba al juego, al acto de jugar y, por extensión, al juguete, en una escala inferior a la del séptimo arte. Esa forma de presentar la película venía a decir que lo que tenían por delante los espectadores de la época era una historia seria, cimentada en la épica hollywoodense, y alejada de lo lúdico. Irónico cuanto menos, tanto por el punto de partida de la película (un videojuego en el que la narración se encuentra totalmente supeditada a la mecánica), como el resultado final, que de solemne tiene más bien poco. Ahora, treinta años después, lo lúdico ha inundado nuestra vida hasta límites que rozan lo grotesco. Desde corrientes de diseño como la gamificación, hasta carretas de nostalgia que buscan rescatar el niño que llevamos dentro a cambio de unos cuantos billetes.
Sea para bien, o sea para mal, resulta que el juego es, ahora sí, un tema serio. Y si lo es el juego, también lo puede ser el juguete. Para Greta Gerwig, desde luego, lo es. Cada escena de su reciente Barbie así lo atestigua. Su película se toma tan a pecho la responsabilidad de legar una obra a la altura del producto que representa, que desde el minuto uno se deshace del mayor lastre creativo que pudiera haber tenido; la vergüenza. De esta manera, al igual que la Barbie juguete, su película se mueve en los límites que separan lo cotidiano de la fantasía. Y lo hace tanto en la forma (adoro la extravagancia de sus sobreinterpretaciones, los decorados pintados a mano de su escenografía y su paleta de colores), como en el fondo; reinterpretando la sociedad para hacerla más atractiva, limando asperezas para hacer más digerible una realidad que poco tiene que ver con lo que representó el icono juguetero en sus comienzos. Su capacidad de antaño para romper barreras queda retratada, al igual que su descubrimiento como símbolo de la sexualización femenina y la imposición de cánones de belleza tan inasumibles como crueles. Se podría decir que Barbie, como juguete, las ha pasado de todos los colores. Y Greta Gerwig, como directora, capta cada uno de ellos en su largometraje, por mucho que pueda parecer que impera el rosa.
La Barbie personaje, por su parte, experimenta las mieles y los sinsabores de una infancia que se da de bruces con la vida adulta, casi sin pasar por la adolescencia. Su caída al llegar “al mundo de lo real” (como diría Morfeo) es tan brusca como la que experimentó una muñeca antaño hegemónica. Con ella, la película pone sobre la mesa temas que encierran diferentes dramas (pasados por el filtro de la comedia) que tamiza con su color y, sobre todo, con su tono. La maduración, como en tantas otras narraciones, vuelve a estar en el centro del discurso. Pero en esta ocasión lo hace a través del juguete como objeto, exponiendo toda su carga identitaria y dejando claro que el acto de jugar no es algo encapsulado, inofensivo e inocuo, sino que se trata de una acción en la que toman parte elementos como los espacios de juego, la performance estética y el propio juguete. Es decir, que en el juego, como expresión humana que es, tiene cabida todo el espectro de emociones y valores, tal y como expresa el teórico Miquel Sicart en Play Matters (2014). El juego, de hecho, puede ser interpretado como un constructor de identidades (Sutton-Smith, 2006), y como un transmisor de la cultura popular que le rodea, que impregnar los juguetes conocidos como intrínsecos; aquellos que, al actuar como contenedores de un mundo paralelo que únicamente existe a través de ellos, proponen un tipo de juego específico (aunque puedan ser utilizados de otras maneras). Por muy fuerte que sea el poder de la imaginación, no propone el mismo tipo de juego un Hot Wheels, que uno Action Man, una Bratz, un barco pirata, un set de Lego o, como no, una Barbie.
Lo que quiero decir con toda esta verborrea es que creo que la cinta acierta al vehicular su discurso a través de Barbie y Ken. Los dos, como juguetes, se encuentran limitados a sus aptitudes y actitudes primarias, a aquellas que sus diseñadores les confirieron en origen. Pero a medida que avanza la trama, Barbie descubre lo que su carga identitaria exporta a un mundo que le es ajeno, y Ken también. Ahí, cuando la realidad pierde el maquillaje que le otorga la simplificación propia del mundo infantil, aparecen las aristas. Y con ellas lo hacen también los dolores de pies, los techos de cristal, la dependencia propia de la servidumbre aprendida, la masculinidad malentendida, la celulitis, la subversión de las expectativas del individuo, la guerra de sexos y los caballos, sobre todo los caballos.
Con esto no quiero decir que Barbie sea una película blanca y pura, un ejercicio puro de discurso. Ni mucho menos. Queda claro que uno de sus principales objetivos es potenciar la marca que le da título, lavando su imagen y actualizándola para relanzar un producto que llevaba años anquilosado, desconectado de las corrientes actuales. Pero sí me parece una película tremendamente inteligente. Porque para llegar a tal fin radiografía, por vía de su ficción, la relación que ese juguete ha tenido con la identidad femenina a lo largo de las décadas, mostrando tanto sus fortalezas como sus debilidades. En la cinta queda claro el potencial de Barbie para inspirar, pero también sale escaldada la cúpula directiva de Mattel, deliciosamente retratada. La ironía y la sátira gobiernan con acierto una película que no oculta unas aspiraciones reflexivas tras su exultante festividad, unas aspiraciones que vienen dadas por un juguete que, en realidad, se arrepiente de haber colaborado en que el mundo sea como es. Por eso Barbie se rebela contra la rabieta de un Ken que no logra encontrar su propia identidad, la cual solamente entiende a través de la aprobación de su amada. Un muñeco perdido que cae en las redes de la masculinidad más rancia, esa que entiende que no solo debe mandar, sino que debe proteger y enseñar, porque únicamente encuentra su valía mediante el reflejo del otro, mediante la existencia de una dama en apuros. Los cuentos de siempre.
Y no, Barbie no me parece ni una película woke, ni un panfleto feminista. Me parece una mirada que, como toda reflexión inteligente, sabe filtrar y trabajar diversas problemáticas a través del humor, dejando fuera los complejos y las vergüenzas que, en 1993, mostraba Super Mario Bros. con su subtítulo. Barbie no necesita explicitar su seriedad porque los tiempos han cambiado, pero tampoco lo necesita porque cuando una obra se respeta a sí misma, no requiere de adornos superfluos. Y es que, en realidad, resulta complicado reírse de algo que no nos tomamos en serio. Quizá por ello, me he reído tanto con Barbie.